jueves, 16 de noviembre de 2017

Nuestra euforia mundialista (memorias)


Por Freddy Ortiz Regis

La euforia por la probable clasificación de la selección de fútbol de mi país a un mundial ha despertado hermosos recuerdos de mi infancia y de mis años mozos, cuando alcanzamos la oportunidad de asistir a otros mundiales. El Perú ha participado en cuatro ediciones de la Copa del Mundo (1930, 1970, 1978 y 1982), siendo sus mejores resultados los cuartos de final alcanzados en 1970 (donde ganó el Premio al Juego Limpio).

De estas cuatro participaciones, me ha tocado vivirlas todas, menos la de 1930, pues aún no venía a este mundo. El mundial que más recuerdos me trae es el Mundial de México 70. Era apenas un crío que salía de la infancia para ingresar en la pubertad cargada de interrogantes, desafíos y temores. Clasificar a un mundial representó para mis tiernos años un ingrediente de alegría, felicidad y orgullo. Desde la pequeña caleta de Huanchaco, a donde llegué a vivir con mis padres y mis hermanos, procedentes de la fría y nublada capital, la clasificación del Perú al mundial de México, representó para mi generación un oasis en el desierto de la rutina y el monótono quehacer de todos los días.

Todo se pintó del color de la esperanza en la selección. La canción “Perú campeón” fue la pista musical de nuestras vidas. Nuestros héroes de siempre –Batman & Robin, Supermán y los míticos tripulantes del Enterprise­– tuvieron que aceptar ser reemplazados –momentáneamente­­– por Challe, Miflin, Cubillas, Perico Léon, Nicolás Fuentes y Chumpitaz. Hasta las figuritas que coleccionábamos en álbumes – de los más diversos y educativos– fueron trocadas por el álbum de la selección peruana. Allí nos arremolinábamos alrededor de las imágenes de nuestros nuevos ídolos. Ellos encarnaban al hombre peruano que debía brillar en el mundo entero. Y hasta la naturaleza no permaneció impasible ante el frenesí que embargaba a doce millones de peruanos: el día de la inauguración del Mundial de México 70, a las 3:30 de la tarde, cuando millones de peruanos estábamos frente a la pantalla de TV, la tierra tembló en el centro y norte de la costa de nuestro país como nunca antes, llevándose la vida de más de setenta mil de nuestros compatriotas.

Y a partir de ese aciago 31 de mayo de 1970 –el mismo día en que se inauguró el Mundial de México 70­– vivimos sentimientos encontrados: dolor por la magnitud de la tragedia y alegría por los triunfos que nuestra selección nos tenía preparados en el máximo torneo del fútbol mundial. Y así, mientras enterrábamos a nuestros muertos y nuestros corazones se alegraban por las hazañas de nuestro seleccionado, al final quedamos como la séptima potencia futbolística del mundo, a quien solo le pudo ganar Alemania y Brasil (el campeón).

Hoy han transcurrido 47 años del Mundial de México 70, y 35 años de la última vez que participamos en un mundial. Ya no somos los niños que gritamos los goles de nuestros héroes futbolistas; pero nuevamente percibimos la misma ola, la misma euforia, el mismo clamor que nos embargó cuando nuestra selección nos regaló la alegría de ir a un mundial.

Durante estos últimos años hemos sufrido –no por nosotros sino por nuestros hijos y nietos– cada eliminatoria de nuestro seleccionado. Por ello, ahora, que los vemos cantando las nuevas canciones, coleccionando los nuevos álbumes, vistiéndose con la camiseta roja y blanca de sus nuevos héroes y compartiendo en las redes sociales su esperanza e ilusión por llegar –¡ahora sí!– al Mundial de Rusia 2018, no podemos evitar el dejar caer una lágrima por el recuerdo de los años gloriosos de nuestro fútbol en donde deporte y esperanza, fútbol y pasión, significaban lo mismo.








sábado, 4 de noviembre de 2017

Entre lo diabólico y lo sagrado (memorias)


Por Freddy Ortiz Regis

- Tío Freddy, ¿Halloween es del diablo, di?

Yo me quedé mirando a mi pequeño y guardé profundo silencio. “Dios -me dije para mis adentros-, ya está en edad de sufrir por estas banalidades”.

En apenas segundos mi vida pasó –a la velocidad de la luz- discurriendo por mi mente los años en que mi alma se debatía en asuntos como el que ahora me planteaba mi adorado niño. Sentí pena por mí, y sentí pena por él. ¿Por qué su infancia habría de ensombrecerse en la dilucidación de estos asuntos? ¿Cómo explicarle a un niño de ocho años que la realidad es mucho más compleja que la simple dicotomía a la que pretende reducírsela? Pero tenía que darle una respuesta; una respuesta que –sin ofrecerle la solución al problema- significara un punto de partida que la vida se encargaría de negársela o confirmársela.

- Escúchame, Juan Andrés –le dije. En primer lugar, ¿por qué dices que Halloween es del diablo?

- Pues, porque se disfrazan de brujas, de demonios y de muchas cosas feas que son del diablo –me respondió con completa seguridad.

- Hijo –le repliqué-, no son las cosas o los hechos los que determinan que algo sea del diablo. Si hay algo diabólico en este mundo es la maldad que brota de los corazones y de las mentes de las personas. Disfrazarse y pasar un momento de alegría con artilugios que expresan manifestaciones de la cultura universal no es diabólico. Son las intenciones las que determinan el carácter diabólico o sagrado de algo.

- No tío, Freddy –respondió el niño-. Halloween es del diablo, y yo soy de Jesús, y por ello no celebro Halloween.

Terminamos de almorzar y salimos de casa al paradero del bus rumbo al colegio en donde cursa el segundo grado de primaria. No era fácil sembrar en su mente una idea que le sirviera de fundamento para que –individualmente y con la ayuda de Dios- pudiera llegar a conclusiones personales sobre este tema. Bajamos por el ascensor al primer piso y salimos del edificio en dirección al paradero.

En el camino algo se me ocurrió:

- Escúchame, Juan Andrés. Te voy a hacer una pregunta. ¿Un cuchillo es diabólico o sagrado?

Mi pregunta tuvo como respuesta el silencio. Entonces, volví a la carga y le dije:

- Juan Andrés, te voy a demostrar que son las intenciones lo que importa. Si un asesino toma el cuchillo y con él mata a una persona, ¿quién es el diabólico?, ¿el cuchillo o el asesino? ¡Respóndeme!

El niño quedó pensativo unos segundos y, con total seguridad, dijo:

- El asesino, pues.

- ¡Exacto, Juan Andrés! Entonces, las cosas (en este caso el cuchillo) no sin ni diabólicas ni sagradas. Es la intención de quien lo emplea lo que determina si es diabólico o sagrado, pues, con ese mismo cuchillo, un cocinero puede prepararte tu plato que más te gusta. Lo diabólico, hijo, es lo que está en el corazón de las personas y que se exterioriza ocasionando daño a los demás.

El bus llegó al paradero y subimos ocupando dos asientos en la parte posterior de la unidad. Eran exactamente las 12:30 del mediodía y solo teníamos treinta minutos para llegar a tiempo a nuestro destino. Las pistas de la ciudad –en ruinas por las lluvias y las inundaciones que este verano nos trajo la corriente de El Niño- lejos de ser una vía para el fluido transitar de los vehículos, habíanse convertido en odiosos cuellos de botella que aprovechaban los conductores de los buses para detenerse, avanzar de a pocos, y hacer tiempo para que suban más y más pasajeros a sus unidades.

De esto se percató un hombre que iba sentado a mi lado, pero en la otra columna de asientos. Y, elevando la voz, le espetó al chofer:

- Oye, huevón, ¡avanza, pues!

El chofer de la unidad lo miró por el espejo retrovisor y, montando en cólera, le respondió:

- ¡Si estas apurado toma un taxi, pues, huevón!

- ¡Calla, concha de tu madre! –gritó el pasajero al chofer-. ¡Tú estás en nuestros dominios, así que agacha la cabeza nomás y haz bien tu trabajo, huevón!

Juan Andrés se asustó. En casa nunca hablamos con ese lenguaje, y escuchar por primera vez a estas personas tratarse de ese modo, hizo que entrara casi en pánico.

- Tranquilo, hijito –le dije, colocando mi brazo izquierdo sobre su hombro, tratando de infundirle seguridad.

En ese momento –interrumpiendo la pelea que estaba a punto de entrar en una segunda fase entre chofer y pasajero- subió al bus un hombre, alto, de aproximadamente unos cuarenta años y de facciones rudas pero deterioradas por algún vicio. Vestía descuidadamente y llevaba una gorra raída y sucia. No se sentó sino que asegurándose a uno de los pasamanos del bus comenzó a hablar:

- Señores pasajeros disculpen que interrumpa su viaje pero estoy pasando por momentos muy angustiosos. No he subido a venderles nada porque no soy un vendedor ni tengo el dinero para comprar algo y salir a vender. Lo que quiero es que me ayuden porque me han asaltado y estoy sin dinero para retornar a Lima, la ciudad de donde soy. Siempre he querido conocer a mi padre que vive en esta ciudad de Trujillo y cuando por fin supe de su paradero no dudé en comprar un pasaje y venir a esta ciudad para conocerlo. Pero, para mi infortunio, me quedé dormido en el viaje y la persona que iba a mi lado se aprovechó para robarme todo mi dinero. Cuando yo me desperté, llegando a Trujillo, este pasajero ya había bajado, y me quedé solo con lo que me ven puesto. Llevo ya varios días en esta ciudad subiendo a las unidades y pidiendo me ayuden para comprar mi pasaje y retornar a Lima, pues no he podido encontrar a mi padre.

Yo, confieso, que aborrezco la mendicidad en personas que están en aptitud de trabajar. Pero en el caso de este hombre me conmovió su ingenuidad para desarrollar una historia tan burda y grotesca a la vez. “No creo que nadie le dé un céntimo”, me dije para mis adentros, agradeciéndole que al subir hubiera apagado la chispa de una pelea que estaba a punto de convertirse en un gran fuego. Pero me equivoqué; cuando comenzó a pasar su gorra desde los primeros asientos, fueron pocos los que no depositaron alguna moneda en la raída prenda de vestir. Cuando llegó al asiento del pasajero que estaba a mi lado, el que había iniciado la discusión con el chofer, en lugar de recibir una moneda, recibió una mirada de rabia y desprecio. El hombre continuó su recorrido hasta llegar a los últimos asientos. Luego se volvió en dirección a la puerta del chofer, y al pasar nuevamente por el lado del iracundo pasajero, dijo:

- ¡Cómo hay personas que están llenas de maldad y solamente dan el odio que hay en su corazón!

- ¡Sal de aquí, imbécil! –respondió el pasajero-. Yo trabajo, en cambio tú eres un zángano que no sirve para nada. Allá los huevones que creen tu historia…

El hombre se volvió y encaminó sus pasos hacia el asiento del pasajero con el rostro dominado por la ira.

El resto de pasajeros, en su mayoría mujeres y niños, comenzaron a gemir de miedo, pues todo hacía presagiar que se iba a producir una horrible pelea en el interior de la unidad. Dada nuestra proximidad con los iracundos personajes, yo estreché lo más que pude a Juan Andrés, mientras permanecía alerta y tensaba mis músculos para entrar en acción si la situación lo requería.

Pero, gracias a Dios, no pasó lo peor. Los tipos se gritaban, el uno al otro, frases que son irreproducibles, pero la sangre –como dice el viejo dicho- nunca llegó al río. Creo que cada quien esperaba que uno dé el primer golpe para empezar la pelea; pero eso nunca ocurrió. En una parada del bus, el hombre se bajó de la unidad y sus últimas palabras fueron dirigidas al pasajero:

- ¡Perro que ladra no muerde!

Poco a poco la calma volvió a los pasajeros, y sin darnos cuenta, ya habíamos llegado a nuestro destino. Bajamos de la unidad y pude ver los ojos húmedos de mi Juan Andrés. Lo tomé de la mano y comenzamos a caminar en dirección a su colegio, en la segunda cuadra del jirón Pizarro. Caminamos en silencio hasta llegar a una esquina y parar en la luz roja del semáforo.

- Ahora entiendo qué es lo diabólico, tío Freddy.

- Sí, mi hijito hermoso, lo sé -le dije-. ¿Te has fijado que no necesitamos disfrazarnos para hacer el mal?