sábado, 1 de abril de 2017

Aventura en el Callejón de Huaylas (bitácora de viaje)




Era apenas un niño cuando ocurrió el terremoto del 31 de mayo de 1970. Vivía con mi familia en el balneario de Huanchaco, que está a solo 11 Km de Trujillo, la capital del departamento de La Libertad, en el norte del Perú.
Mi país había clasificado al Mundial de Fútbol de México 70, y casi todos los varones del pueblo estábamos frente a un televisor en blanco y negro que la Municipalidad había puesto para que podamos ver, con tranquilidad y esperanza, el partido inaugural del máximo torneo del fútbol mundial.
El local era de madera, y antes allí había funcionado la escuelita primaria del balneario. Los niños estábamos sentados en el piso, frente al televisor, y en cómodos asientos, los adultos. El ambiente era de mucha expectativa: los adultos conversaban y bromeaban, y nosotros, los niños, nos jugábamos de manos como era nuestra costumbre, matando el tiempo, cuando desfilaban por la pantalla los fastidiosos e inoportunos comerciales. En nuestra inocencia no asomábamos a entender que, por esos comerciales, es que era posible no solo la transmisión del Mundial sino también las cautivadoras películas y series que llenaban nuestro imaginario infantil de sueños y fantasías.
Ese día había amanecido soleado y así había permanecido hasta el momento en que llenamos el local de madera para ver la transmisión del Mundial. Siendo las 3 y 23 minutos de la tarde, se escuchó un ensordecedor ruido, como cuando un taladro abre una carretera o una vereda. El potente ruido duró apenas unos segundos y todos nos quedamos en silencio, tratando de entender qué podía ser ese estremecedor sonido. Inmediatamente, al ruido, se sumó el movimiento del suelo y de las paredes de una manera violenta y terrible. Los adultos, que estaban más cerca de la única puerta de entrada al local, saltaron de sus asientos y corrieron, estorbándose los unos y los otros, para ganar la salida.
Yo tomé de la mano a mi hermano menor, que estaba a mi lado, tan asustado como yo. Debido a la cortedad de nuestras estaturas nos colamos por entre las piernas de los adultos que pugnaban desesperadamente por ganar la calle. Lo logramos. Ya en la calle, el panorama era aterrador. Las paredes de las casas, unas de quincha (caña y barro) y otras de adobe (solo barro) se sacudían con tal violencia que, a verlas, nos daba la impresión de que estábamos sufriendo una atroz pesadilla de la que no era posible despertar.
Creo que el terremoto duró un poco más de un minuto. No podíamos correr porque el suelo se movía como las olas del mar. Cuando, por fin, el ruido y el movimiento cesaron, una nube de polvo, con la forma de un hongo atómico, se elevó sobre Huanchaco, como si fuera el último suspiro de un moribundo.
Lo que vino después será motivo de escribir un artículo específico para esta terrible calamidad. Felizmente, en Huanchaco, no hubo víctimas mortales ni gran destrucción. Pero, en el epicentro del terremoto, en la zona comprendida por Chimbote, Casma y el Callejón de Huaylas, en el departamento de Áncash, las noticias que llegaban, lentas pero seguras, daban cuenta de gran mortandad y destrucción.
Desde ese aciago día, cada vez que he experimentado un temblor de tierra ­–ya no con la intensidad del terremoto de 1970, pues desde ese evento hay un silencio sísmico de muchos años– en mi subconsciente aflora el miedo y el espanto que viví ese 31 de mayo. Mi vida quedó marcada por este fenómeno de la naturaleza y, desde entonces, siempre anhelé conocer la zona del Callejón de Huaylas, que fue la más afectada por el terremoto.
Han pasado muchos años ya de ese espantoso suceso, y la vida me ha dado la oportunidad de viajar hasta el Callejón de Huaylas, movido, silenciosamente, por ese deseo de llegar hasta la zona más castigada por el terremoto del 70 y ver in situ la geografía de la catástrofe y conocer el entorno físico y espiritual de esta zona del Perú.

Llegando a Huaraz
Llegamos a Huaraz, la capital del departamento de Áncash, en la madrugada del viernes 3 de marzo de 2017. En tan solo siete horas y media habíamos pasado del verano al invierno. Nuestro Trujillo, que está en el norte del Perú, venía soportando temperaturas de 33 °C, así que al llegar a Huaraz, a eso de las 4:30 de la madrugada, sentimos la pegada del cambio de temperatura: 9 °C marcaba el reporte del tiempo en mi celular.
Con mi sobrino Juan Pablo y su hijo Juan Andrés, de apenas siete años, nos subimos a un taxi que nos esperaba puntualmente en el terminal, y que había sido proveído por la agencia de turismo contratada para nuestro tour al Callejón de Huaylas. Después de instalarnos en el Hotel Valencia II, y asearnos ligeramente, nos metimos a la cama para recuperar parte del sueño perdido durante el viaje.

Juan Andrés posando en la puerta del Hotel Valencia II.

Primer día

Rumbo a la laguna de Llanganuco
Pocas horas después, el servicio de tour nos tocó la puerta para desayunar y partir rumbo a la laguna de Llanganuco que está a 3,850 m.s.n.m. Nos advirtieron que lleváramos ropa abrigada, pues, debido a la altura, la temperatura en la laguna estaba relativamente baja. Para llegar a este destino habríamos de pasar por algunos lugares, en los que pararíamos para disfrutar del paisaje, tomarnos fotos y saborear algo tradicional.
Nuestra primera parada fue en la ciudad de Carhuaz. Allí nos detuvimos para degustar unos ricos helados hechos con frutas de la zona. Después de comprarlos, nos dirigimos a la plaza mayor de la ciudad en donde nos encontramos con un grupo de mujeres campesinas que se habían reunido, en torno a un cajero móvil del Banco de la Nación. Me acerqué hacia ellas con mi cámara pero algunas mostraron sentirse incómodas, por lo que asumí una actitud más prudente. Todas hablaban en quechua. Me llamó mucho la atención su vestimenta, que estaba conformada por atuendos de diferentes y vivos colores. No tenían el concepto de la combinación  de los colores que manejamos los habitantes de la costa, en el cual un color solo puede combinar con una muy limitada gama de otros colores. Ellas, en cambio, podían combinar todos los colores con la mayor naturalidad; y creo que mientras más vivos y contrastantes, mejor. Todas usaban sombreros y se les veía robustas y saludables. Pude acercarme a una que otra de ellas y atisbar en su mirada, paz interior, conformidad con la vida, indisposición para mezclarse e inocente alegría.


Mujeres campesinas en la Plaza Mayor de Carhuaz.


Después de saborear los ricos helados de Carhuaz e intentar acercarme a las mujeres campesinas reunidas en la plaza, abordamos nuevamente la couster, que nos llevaría a nuestro próximo destino: el camposanto de Yungay.

El camposanto de Yungay
El camposanto de Yungay es el conjunto formado: i) por la pampa que ha quedado del antiguo pueblo de Yungay arrasado por el aluvión que se produjo minutos después del terremoto del 31 de mayo de 1970, y ii) por el viejo cementerio, conformado por cuatro niveles, cuyos dos últimos, no fueron alcanzados por el aluvión y fue lugar de salvación de algunos que lograron llegar hasta ellos.
Debajo de la pampa ha crecido una exuberante vegetación que ofrece a los visitantes un bello espectáculo de flores de los más distintos colores y morfologías. Sin embargo, debajo de ella, están los cuerpos de más de veinte mil pobladores del antiguo Yungay que no pudieron salvarse ante la llegada de la sábana de lodo y piedras que traía un desprendimiento del nevado Huascarán.  

Hermosa flora que crece sobre los restos de miles de yungaínos
sepultados por el aluvión de 1970.

En un blog he encontrado esta descripción de lo que ocurrió en la ciudad de Yungay, cuatro minutos después del terremoto: “La ciudad de Yungay quedó totalmente enterrada bajo el aluvión que se desprendió del monte Huascarán por efecto del terremoto, el cual se estima que viajó a través de 16 Km. bajando verticalmente entre 3,000 a 4,100 mts. con una velocidad promedio de 280 Km. por hora sepultando y arrasando con la vida de los yungaínos y de distintos barrios como Chuquibamba, Armapampa y Tullpa entre muchos otros. Sin embargo, hubo habitantes que se salvaron de la catástrofe ya que se encontraban en el circo ´Verolina´, que se ubicó en una parte elevada del pueblo, o también las personas que corrieron a refugiarse en el cementerio de la ciudad, la cual, era una antigua fortaleza pre-inca.”

Antiguo cementerio yungaíno que quedó en pie después del aluvión.

Una vez entrado en el camposanto el sol hace caer sus rayos de manera inmisericorde, como si no le gustara la llegada de visitantes. Es tal el violento incremento de la temperatura que nadie dudó en quitarse, inmediatamente, parte de la indumentaria para dar un alivio al cuerpo frente al inclemente calor.
Mi corazón sintió, inmediatamente, una profunda tristeza, cuando comencé a recordar las vivencias del terremoto en Huanchaco, siendo apenas un niño entrando en la pubertad. Pensar –me dije– que mientras de la mano de mi hermano menor pugnaba por abandonar la sala de madera en que esperábamos el comienzo del Mundial de Fútbol de México 70, en ese mismo momento, miles de mis compatriotas, estaban perdiendo la vida bajo los escombros de sus casas, primero y, minutos después, bajo el látigo del lodo y piedras que venía con toda su furia desde el Huascarán.
Nuestro guía –más conocido como “Alpaca Fashion”­– se esforzaba por transmitirnos la gravedad de los hechos acaecidos ese 31 de mayo de 1970, a las 3:23 de la tarde. La mayoría de personas que conformábamos el grupo “Los Chasquis” eran jóvenes que no tenían idea, por un lado, de lo que significaba un terremoto, y por otro, de lo que debieron haber vivido esas miles de almas yungaínas presas del infortunio. Pero yo escuchaba en silencio sus palabras, y las guardaba en mi corazón, porque yo sí había experimentado ­–aunque a miles de kilómetros de distancia del epicentro– el poder y el horror de ese cataclismo.

El autor de estas memorias (izquierda) con sus sobrinos Juan Pablo (centro)
y Juan Andrés (derecha). Aquí estamos en el cuarto nivel del cementerio, que es coronado
 por la efigie del Cristo de Nazareth.

Pero teníamos que proseguir con el tour. La próxima parada sería la laguna de Llanganuco. Subiríamos de 2,500 m.s.n.m. a 3,850 m.s.n.m. Después de tomarnos las fotos de rigor, abordamos la couster, para seguir ascendiendo a través del majestuoso pasadizo que conforman las cordilleras Negra y Blanca.

La laguna de Llanganuco
Decir que vamos a ir a la laguna de Llanganuco, es decir que vamos a ir a visitar a dos imponentes montañas de la cordillera Blanca ancashina que le dan origen: el Huandoy (de 6,395 m.s.n.m.) y el Huascarán (de 6,768 m.s.n.m.). La estación veraniega del hemisferio sur el planeta, aunado al cambio climático, han determinado que en la época de nuestro viaje no hayamos podido ver la blanca nieve coronando sus cumbres. Sin embargo, gruesas capas de nubes de color plomizo están, cual un gigantesco nido de aves, adornando sus cumbres, que mezclado con el color cuarcita de ambas montañas, ofrecen un paisaje de férrea y pétrea belleza natural. El impacto de las nubes sobre las frías montañas determinan la formación de muchos torrentes que descienden hasta formar la laguna de Llanganuco, nutriéndola de aguas muy frías y cristalinas, de las que no pude resistir llevarme unos sorbos a la boca. Sobre ambas montañas y la laguna existe una hermosa pero triste historia, que pasaré a transcribir:
Hace muchos años, una poderosa tribu se asentaba en las faldas de la cordillera. Era gobernada por un cacique benévolo.
El cacique deseaba que su hija Huandi se casara con un monarca del reino vecino, pero la princesa mantenía amores secretos con Huáscar, uno de los más apuestos soldados de la guardia.
Una noche, la princesa fue a encontrarse con su galán, pero fue descubierta por uno de los servidores, que dio parte de este hecho a su señor.
Encolerizado el monarca, ordenó que fuera llevada ante él.
– Te prohíbo que ames a este hombre. Nunca más volverás a verlo – le dijo.
Los dos jóvenes decidieron salvar su amor y se fugaron. Pero pocos días después, fueron aprehendidos y llevados ante la presencia del cacique, de cuyos labios escucharon el castigo.
– ¡Átenlos a la cumbre más alta! – exclamó – No merecen mi perdón.
La princesa y su amado fueron atados frente a frente, en unas rocas que se encontraban en las cumbres más altas. Ahí sólo recibieron la inclemencia del frío y la nieve.
El sufrimiento les hizo derramar lágrimas en abundancia. Pero un día, el dios de los Huaylas se compadeció de ellos y los convirtió en dos soberbios nevados, que se levantaron desafiantes por encimas de las cordilleras.
La bella princesa Huandi quedó transformada en el Huandoy. Y el apuesto joven, en el Huascarán. Las lágrimas de los jóvenes dieron origen a numerosos torrentes que formaron dos hermosas lagunas: la laguna de Parón y la de Llanganuco, respectivamente.
Y allí permanecerán siempre, como un eterno símbolo del amor imposible.

En la foto Juan Pablo, Juan Andrés y yo, listos para comenzar nuestro paseo
 en bote por las frías aguas verde turquesa de la laguna de Llanganuco. Nótese
a la izquierda el Huandoy, y a la derecha, el Huascarán.

          Pasear en bote en la laguna es una experiencia aparte. Se paga cinco soles, lo que incluye el alquiler de un salvavidas y el paseo propiamente dicho. Juan Andrés, con tan solo siete años, estaba intacto: la altura de más de 3,000 m.s.n.m. no había hecho mella en él. Yo me sentía ligeramente mareado. En el bote, Juan Andrés estaba muy preocupado. “¿Y si se da vuelta el bote y nos caemos?”, me preguntó. “No te preocupes, hijito –le dije–; si eso pasa tenemos los salvavidas puestos, y el primero en salir serás tú porque eres un niño”. Esto lo tranquilizó, pero no pudo apartar de su rostro el inoportuno rictus de la preocupación.
Conforme se avanza hacia el centro de la laguna, comenzamos a experimentar un frío profundamente benéfico. De pronto, comenzó a garuar, y las gotas heladas caían sobre nuestros rostros como saetas bendecidas enviadas por Dios. No pude resistirme al deseo de tocar las aguas verde turquesa de la laguna. A lo que el pequeño Juan Andrés también quiso imitar y tuvimos que tomarlo de los pies para que no se caiga del bote.

El autor de estas memorias, Juan Andrés y su papá Juan Pablo
 teniendo como fondo la hermosa laguna de Llanganuco con el nevado Huandoy.

Después del paseo, disfrutar de la biodiversidad de la laguna es un espectáculo aparte. Crecen a su amparo centenares de plantas, flores, arbustos y árboles que solamente se encuentran en esa zona y que, además de proveer un paisaje singular, ofrecen propiedades curativas que son aprovechadas por los lugareños, y también, materia de estudio de los especialistas. Entre esta biodiversidad, destacan unos hermosos árboles dorados llamados queñuales.

En la foto Juan Andrés (derecha), y yo, posando al lado de un árbol queñual.


Una vez que se abandona la laguna de Llanganuco, el hambre comienza a hacer sus estragos, por lo que, en el camino, de retorno a Huaraz, los restaurantes de la zona invitan a degustar de la gastronomía yungaína. Por unos 15 soles (aprox. 5 dólares) se puede disfrutar de platos como la pachamanca, el picante de cuy, la llunca (sopa de gallina con trigo), la trucha frita y otras delicias.
Y como no puede faltar el postre, después de almorzar, se avanza en dirección noroeste, descendiendo hasta los 2,290 m.s.n.m. para llegar a la ciudad de Caraz, capital de la provincia de Huaylas, conocido como "Dulzura", especializada en la fabricación de productos lácteos como el manjar blanco y todo tipo de dulces elaborados a partir de este insumo. Además, es reconocida por la producción de flores con calidad de exportación.
Cuando la tarde comienza a ceder, y las sombras de la noche se esparcen por el Callejón de Huaylas, es tiempo de retornar a la ciudad de Huaraz después de haber experimentado un fascinante primer día de nuestro tour; pero nuestro guía -“Alpaca Fashion”- no nos da tregua. Aún nos falta admirar las bellezas que salen de las manos de los artesanos del Centro Artesanal de Taricá.  Taricá es un distrito que trabaja con la arcilla y la cerámica y representa los motivos de su cultura en diversos tamaños y colores, que van de acuerdo al gusto de sus visitantes. Esta zona se ha convertido en el centro artesanal de Huaraz albergando -en todo su recorrido- casi 20 locales de artesanos que están a la espera de brindar la magia que sale de sus manos.
Exhaustos de tanta belleza y curiosidades, llegamos a nuestro Hotel Valencia II -ubicado en pleno centro de Huaraz- para darnos una ducha con agua muy caliente, y salir a cenar y recorrer la ciudad de Huaraz, aunque sea en las horas de la noche.

En la foto con Rivelino "Alpaca Fashion", uno de los excelentes guías ofrecidos
por la agencia "Inversiones Perú Servicios Turísticos S.R.L."

En la foto con Elsa Janampa, una de los excelentes guías ofrecidos
 por la agencia "Inversiones Perú Servicios Turísticos S.R.L."


Segundo día


Rumbo a la laguna de Querococha
Unos golpes insistentes a la puerta me sacaron de la cama. Era Juan Andrés diciéndome que había que ir a desayunar porque los de la agencia de viajes ya estaban esperándonos para salir rumbo a la laguna de Querococha.
Rápidamente me di un duchazo y, en cuestión de minutos, ya estábamos desayunando en el restaurante del hotel un rico jugo de mango, una caliente infusión de mate de coca, pan con mantequilla, mermelada y/o queso.
Subimos a la couster que recorrió varios hoteles de Huaraz hasta completar su capacidad. Nuestro destino principal era Chavín de Huántar y el templo preinca, pero en el camino debíamos admirar la parte sur de la Cordillera Blanca, detenernos en la laguna de Querochoca (que está a 3,980 m.s.n.m.), recorrer el Callejón de Conchucos y pasar por el túnel de Cahuish (que está a 4,550 m.s.n.m.).

Juan Andrés con el fondo de la parte sur de la Cordillera Blanca,
camino a la laguna de Querococha

El camino que lleva a la laguna de Querococha es admirable. Los ojos no dan crédito a la exuberante belleza de las montañas que aún mantienen sus cuotas de nieve, transmitiendo una sensación de paz y grandeza en el horizonte de un paisaje alfombrado por el verdor de los pastizales y cruzado por innumerables canales en las que discurren –como arterias de acero–frías aguas cristalinas provenientes de los nevados. El cielo azul intenso, encapotado de níveas nubes, completan un paisaje de esplendor único en el mundo.
Embelesados por tanta belleza, llegamos a la laguna de Querococha. Estamos, allí, a 3,980 m.s.n.m. La temperatura bordeaba los 5 °C. Había que abrigarse para poder salir de la couster y descender, a pie, hasta la laguna, por un caminito empedrado.
El paisaje es muy bello. La laguna tiene como guardián a un hermoso nevado que es parte de la publicidad de una conocida marca de agua de mesa de nuestro país. La temperatura de las aguas del lago son muy frías, pero nunca faltan los excéntricos que retan a la laguna ingresando descalzos a ella.

Juan Andrés y yo, disfrutando de la sensación de libertad
que nos da la laguna de Querococha
 Después de admirar esta hermosa laguna, nos subimos a la couster para enrumbarnos hacia el callejón de Conchucos, con destino a Chavín de Huántar.



Cristo de Nazareth que domina el ingreso al callejón de Conchucos.

 Al llegar a Chavín de Huántar tenemos que esperar unos minutos para registrarnos y adquirir las entradas a los restos arqueológicos de la cultura preinca conocida como Chavín.
Una vez hecho esto, ingresamos al área arqueológica, acompañados de nuestro guía Elsa Janampa. Lo primero que llama nuestra atención es una maqueta del esplendor del templo Chavín. También unas réplicas de la estela Raimondi y el lanzón monolítico Chavín. A los costados del camino que conduce al centro ceremonial y al templo Chavín crece un cactus que se denomina San Pedro. Este cactus da origen a un turismo muy especial en esta zona: el turismo espiritual. Tiene una larga tradición en la medicina tradicional andina. Algunos estudios arqueológicos han hallado evidencias de su uso que se remontan dos mil años, a la cultura Chavín.

 
Maqueta del Templo Chavín, la estela Raimondi y planta de San Pedro.
  
Aparece el San Pedro (Tricocereus pachanoi) en la iconografía de Chavín. La civilización andina, como otras, edificó su construcción religiosa en el uso de enteógenos, por lo que se puede suponer que el San Pedro fue usado en la liturgia que reunía a sacerdotes y creyentes. Era utilizado por los nativos en las festividades religiosas por sus propiedades enteógenas debido a la gran cantidad de alcaloides que tiene, especialmente mescalina. Se preparaba una bebida llamada "aguacoya"," o “cimora” que generalmente se mezclaba con otras plantas enteógenas. Actualmente es extensamente conocido y utilizado para tratar afecciones espirituales, nerviosas, de articulaciones, drogodependencias, enfermedades cardíacas e hipertensión, también tiene propiedades antimicrobianas.
Según la revista online Cannabis Magazine “entre una y cuatro horas después de ingerir [el brebaje a base de San Pedro] se puede sufrir uno o varios efectos secundarios desagradables: náuseas, vómito, mareo, sudoración, palpitaciones, dolores de estómago, pecho, cuello y cabeza, temblores y destemple (sensaciones de calor y frío), necesidad urgente de orinar, y malestar general. Algunas personas sienten como que están al borde de la muerte, con gran ansiedad y temor…pero esta fase pasa y nadie se muere, al contrario es vivificante y renovador, se siente euforia, alegría y exaltación, felicidad y ensoñaciones, fantasías agradables, visiones, distorsión de las percepciones sensoriales, sinestesia y ánimo contemplativo. Las visiones son lo más impresionante, pero no todas las personas las tienen. Los pensamientos y las imágenes surgen a toda velocidad durante ocho a diez horas, aunque pocos dicen haber sentido cansancio.”
Nuestra guía, aseveró haber tenido cinco sesiones –en fechas indistintas- del brebaje a base del San Pedro. “Yo antes era una niña llorosa y tímida –nos dijo-, pero ahora soy una mujer muy diferente”. Y ¡vaya que es una mujer diferente!; es toda una profesional como guía turística, transmitiendo con propiedad y solvencia no solo los contenidos de las maravillas físicas que se pueden ver en el callejón de Conchucos sino, también, los contenidos espirituales y culturales que van aparejados a dichas experiencias con la naturaleza y la cultura de esta zona del Perú.
Todo lo referente al San Pedro, es en realidad, un paso previo que nos prepara para poder acercarnos a los restos de la cultura Chavín. Conforme se avanza en dirección al santuario, por un camino rodeado de hermosa vegetación, se llega a la plaza principal del templo que tiene la forma de la chacana. La etimología de la palabra nacería de la raíz quechua “chaka” (puente, unión) y el sufijo "-na" (instrumento), y la "chakana" como símbolo representaría un medio de unión entre el mundo humano y el hanan pacha (lo que está arriba o lo que es grande).
En efecto, en la cosmovisión religiosa de la cultura Chavín el universo estaba dividido en el mundo del agua, los ríos y la tierra, el mundo del aire (supramundo) y el mundo de abajo (inframundo).

Juan Andrés, teniendo como fondo el patio ceremonial en forma
de chacana y el templo antiguo piramidal.


La impresión que me llevo de esta gran cultura preinca es que fue una civilización que supo unir a las tres regiones naturales de nuestro país: la costa (por sus líneas urbanísticas fundadas en la piedra, el barro y la caña), la sierra (por su ubicación enclavada en los Andes) y la selva (por su iconografía felínica y ofidea). Ellos representan para los peruanos de hoy un ejemplo de fusión de nuestras tres grandes formaciones geosocioculturales. 

Construcciones líticas Chavín que están abiertas al público y que son conformantes
 de la plaza ceremonial en forma de chacana.


Chavín es pues el centro del centro del Perú. En su alma están, unidos como las piedras de sus construcciones, el espíritu del hombre costeño, serrano y selvático. Si hay una cultura que debe ser el símbolo de la unidad peruana, esa es la cultura Chavín.
Pero esta unidad no solo está en el espacio geográfico del Perú antiguo sino también en los espacios del espíritu humano. Su visión tridimensional del mundo (el mundo de la superficie, el supramundo y el inframundo), todos unidos por ese complejo barroco que es la estela de Raimondi, constituye un modelo de la trascendencia de la vida para el hombre peruano de todas las edades. Hay un profundo y poderoso mensaje que traspasa la historia y nos llega como un llamado a la unidad con la Tierra, con el hombre y con la divinidad, cualquiera que sea la forma y el concepto que tengamos de éste.
Después de vivir esta experiencia, casi mística, en Chavín, nos desplazamos hasta la ciudad de Chavín de Huántar a disfrutar de un delicioso almuerzo a base de trucha frita.


Tercer día

Qué rápido llegamos a nuestro tercer día del tour. La noche anterior estuvo lloviendo y de vez en cuando me despertaba el agradable ruido de la lluvia. Cuando amaneció, Juan Andrés ya estaba tocándome la puerta para que “no me quede dormido”. Después de desayunar, salimos a la calle para subir a la couster que estaba esperándonos. La ciudad de Huaraz lucía con un sol resplandeciente, y nada hacía adivinar que la noche anterior había llovido sin parar.
Hoy nos trasladaríamos hacia el punto cumbre de nuestro tour: el nevado Pastoruri. El rostro de Juan Andrés reflejaba toda la alegría y ansiedad que puede desarrollar un niño de siete años ante un suceso tan extraordinario. Debo reconocer que yo también me encontraba excitado. Estos días habían significado para mí un retiro de todo cuando significaban la presión y el estrés del trabajo y de las obligaciones que uno va asumiendo conforme se avanza en la vida. Me sentía vivificado, y conforme salíamos de la ciudad de Huaraz, y la parte sur de la cordillera Blanca se hacía más visible con sus cumbres níveas, mi espíritu se regocijaba, y me volvía más consciente de que me encontraba en un lugar casi sobrenatural, en donde la temperatura, el cielo, el aire y la tierra se concertaban para ofrecer a los vivientes una sensación de libertad y desasosiego.
Después de admirar, maravillados, los hermosos paisajes de la parte sur de la cordillera Blanca que discurren veloces por la amplia e impecable ventana de la couster -ríos, puentes, quebradas, pampas, valles, canales, bosques, todos teniendo como telón de fondo las imponentes y silenciosas montañas coronadas de nieve- nos detuvimos en un recodo de la carretera para fotografiarnos, respirar el exquisito y frío aire andino y humedecer las manos en las destellantes aguas que discurren por unos canales que vienen desde las faltas de los nevados.


Juan Andrés y su papi aprovechando un alto en el camino para fotografiarse
con el hermoso paisaje andino

Luego seguimos adelante hasta llegar a un lugar del cual brotan del suelo aguas gasificadas, conocido como la laguna de Pumashin. El lugar ha sido tomado por los aldeanos que aprovechan la llegada de los turistas para ofrecer oportunidades de tomarse fotografías. 
  
Juan Andrés en las aguas gasificadas de Pumashin.


Pero, además de este hermoso paisaje de aguas gasificadas que brotan del suelo, en sus proximidades crece una planta que es única de las alturas de Perú y Bolivia: la puya Raimondi. Es una planta, pariente de la piña, de aspecto impresionante. Este bosque de puyas crece a 4.400 metros sobre el nivel del mar.
La puya Raimondi es una planta muy rara. Tiene un tallo grueso y puede medir hasta 12 metros de alto. Lleva el apellido del investigador italiano Antonio Raimondi, quien realizó la primera descripción botánica del vegetal andino. El proceso de florecimiento de las puyas se inicia en mayo y en octubre está en su máximo esplendor con miles de flores que brotan de su larga figura. El fenómeno natural dura hasta diciembre. Se estima que 20.000 flores se desarrollan solo una vez en la vida por cada planta.
  
 
Juan Andrés y yo, en el bosque de las puyas Raimondi.
 Después de vivir esta hermosa experiencia y fotografiarnos con las hermosas puyas, nos encaminamos al último destino de nuestro tour: el nevado Pastoruri.
Conforme se avanza en la carretera que bordea la cordillera y se va subiendo más y más, comienza a sentirse en el organismo los efectos de la altura: un ligero bochorno, dolor de cabeza y suaves mareos.

Subida en la cordillera Blanca rumbo al nevado de Pastoruri.

          Por fin, la couster, se detiene y tenemos que bajar. Estamos a 5.000 m.s.n.m. y a una temperatura de -2 °C. Hemos llegado a la zona de amortiguamento (una especie de base en donde hay servicios higiénicos, un pequeño y pintoresco boulevar y primeros auxilios). De aquí hay que caminar casi tres kilómetros y medio para llegar a las faldas del nevado Pastoruri. Para ello se ha construido un camino con piedras que permite a los viajeros ascender a paso firme durante 200 metros más, hasta llegar a los 5.200 m.s.n.m., que es la altura a la cual se encuentran las faldas del ansiado Pastoruri.
Los lugareños han montado un negocio de transporte a caballo, en el que, por la módica suma de quince soles, dos personas (cada una en un caballo) pueden ser trasladadas hasta las faldas del Pastoruri y ahorrarse la agotadora caminata, de casi 45 minutos, a más de 5 mil metros de altura sobre el nivel del mar.
Al comenzar a ascender por el camino empedrado, sentí que las fuerzas no me iban a acompañar hasta la meta. Mientras tanto, Juan Pablo y Juan Andrés, me llevaban casi como cien metros de ventaja. “¿Qué le pasa a Juan Pablo? Acaso quiere que le dé el mal de altura junto con el pequeño Juan Andrés?”, me dije preocupado.
Seguí caminando y ya no volví a verlos más. Lo único que veía era a otros visitantes que también avanzaban haciendo su mayor esfuerzo; pero a Juan Pablo y a Juan Andrés ya no los veía más. Yo me sentí muy mal porque estaban ocurriendo dos cosas: o yo me había retrasado mucho, o ellos me habían sacado una ventaja haciendo gala de unas fuerzas casi sobrenaturales.
Me apoyé en un recodo del camino para poder descansar, tratar de respirar el poco oxígeno que queda en el aire gélido de la montaña y, sobre todo, tomar la decisión de continuar ascendiendo o volverme hacia la zona de amortiguamiento. Cuando estaba a punto de tomar esta última decisión, siento que se acercaban dos personas tratando de hacerse entender con un joven de rasgos asiáticos. El pobre joven daba señalas de no entenderles nada. Entonces esperé a que se acerquen más hacia mí y, tomando la iniciativa, le pregunté al joven asiático si sabía hablar inglés. Me dijo que sí. Entonces le traduje lo que los otros jóvenes le querían decir. Su rostro, entonces, dibujó una amplia sonrisa, expresando que podía entenderme. El asiático se despidió de ellos y se quedó conmigo, preguntándome:
-- ¿Estás cansando?
-- Mucho –le respondí.
-- Tienes que seguir adelante –me dijo.
Esas palabras tuvieron un efecto determinante. Muchas veces en la vida, necesitamos que alguien nos diga que no debemos detenernos ni retroceder. La mente y el espíritu humanos necesitan el poder de la palabra. Y vaya que la palabra de este chico tenía mucho poder.
Comencé a sentir calor. Una nueva energía se apoderó de mí, y me despojé de la casaca que llevaba puesta.

-- Sí. ¡Claro que tenemos que seguir adelante! –le respondí.

Con Taiki, el joven de 22 años de Tokio que me alentó a llegar a la meta: el nevado Pastoruri.
  
 Y mientras charlábamos e intercambiábamos nuestros nombres, gustos, estudios y tantas cosas que se dicen dos personas que recién se conocen, llegamos a nuestro destino: las faldas del nevado Pastoruri!
El paisaje es sobrecogedor. La temperatura es más baja y me obligó a ponerme nuevamente la casaca. Las nubes, la nieve y el agua cristalina conforman una mixtura que envuelve no solo el cuerpo sino también el alma.
Ahí estaban Juan Pablo y Juan Andrés tomándose fotos; y por ese instante olvidé que andaba buscándolos. Nos acercamos con Taiki hacia ellos y nos dimos con la sorpresa de que el pequeño Juan Andrés padecía los efectos de la altura. Después de aliviarlo un poco, nos tomamos más fotos para, posteriormente, enrumbar por el camino de retorno hacia la zona de amortiguamiento.

Juan Pablo, Taiki, Juan Andrés y yo en las faldas del Pastoruri, a 5.200 m.s.n.m


Después de despedirnos de Taiki –no sin antes invitarme a que lo busque cuando visite Tokio- nos dirigimos a la couster a comer chocolates para reponer fuerzas y continuar el camino de retorno hacia la ciudad de Huaraz. Durante el trayecto le pregunté a Juan Andrés, cómo así habían llegado tan rápido y antes que yo. Muy suelto de huesos, me respondió: "Es que alquilamos dos caballos, tío Freddy". 


Epílogo

Fueron tres días en el Callejón de Huaylas que pervivirán en mi mente hasta que Dios me dé vida.
Escribo estas memorias para alentar a quienes no han tenido esta experiencia a no dejar pasar más el tiempo y llegar hasta este rincón de nuestra patria que tiene imágenes, sonidos, olores, sabores y vivencias que nos harán amarla y quererla con mayor intensidad.
También las escribo con la finalidad de que cuando Juan Andrés vuelva a leer estas memorias, y yo ya no esté en este mundo, cumpla con la promesa que ha hecho de retornar al Callejón de Huaylas con su propia familia, y vivir con ella una nueva y diferente dimensión del poder y la magia que se desprenden de su historia y de cada uno de sus maravillosos paisajes.



El aluvión que destruyó a Yungay, según el plumón de Juan Andrés.

Las cabezas clavas de Chavín de Huántar, según el plumón de Juan Andrés

El Lanzón Monolítico Chavín, según el plumón de Juan Andrés.


La cordillera Blanca, según el plumón de Juan Andrés.

Finalmente, invito a visualizar el siguiente video que resume, en 23 minutos, lo que fue nuestro inolvidable tour de tres días en el Callejón de Huaylas.




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El trasplante (cuento)



Finalmente, llegó el día esperado. Frank no podía ocultar su profundo nerviosismo. Los médicos le habían aconsejado que debía dejar de lado toda inquietud y ansiedad para mantenerse calmado y relajado. “Pero, ¿cómo voy a estar tranquilo –pensaba Frank– si está a punto de hacerse realidad el sueño de mi vida?”.

La operación debía iniciar en dos horas. Alrededor suyo estaban sus padres, sus hermanos, primos y amigos. En sus rostros trataba de encontrar la luz de la esperanza.  De vez en cuando ingresaba uno que otro personal médico para leer los instrumentos que tenía conectados al cuerpo. Y en los rostros de éstos también buscaba una pisca de ilusión. Pero nada. Todos le observaban como quien mira un ser raro, tal vez alguien venido del espacio exterior, y sobre el que hay que guardar las distancias. Esto impactó profundamente en Frank, por lo que decidió no volver a interrogar más los rostros de nadie.

Entonces, comenzó a retroceder en el tiempo, a los años en que sentado sobre su silla de ruedas contemplaba, desde la ventana de su habitación, cómo los niños jugaban, yendo y viniendo de un lado a otro, en medio de gritos de júbilo y alegría. Mientras, él, solo podía gozar poniéndose en el lugar de ellos o imaginándose las maravillosas sensaciones que debían de producir trepar, patear una pelota, abrazarse con un amigo o, simplemente, revolcarse en la tierra y en el polvo.

Pero no iba a llorar, al menos hoy. Bajó la mirada y empezó a recorrer lentamente todo su cuerpo, desde las puntas de los pies hasta donde podía abarcar su vista. Era la última vez que veía ese cuerpo sin movimiento que le había acompañado desde que vino al mundo. Treinta años no eran nada, pensó, para todo el tiempo que le quedaría tratando de recuperar la vida que le fue negada. Pero, ¿cómo sería el cuerpo que le iban a trasplantar?, se preguntó. Hasta donde Frank sabía era el cuerpo de un hombre de menor edad que él. Había quedado irremediablemente vegetativo por un terrible impacto en la cabeza y, ahora, la suya habría de reemplazarse en aquel organismo inmóvil.

Lo último que Frank vio, antes de ser anestesiado, fue la luz proveniente de las lámparas del quirófano. Después de quedar inconsciente, el personal de enfermeros, ingresó a la sala el cuerpo de la persona que iba a recibir la cabeza de Frank, y lo colocaron a su diestra. Los médicos y enfermeros que conformaban el equipo solo cruzaban las palabras necesarias mientras se preparaban para dar inicio a la intervención. De pronto, se hizo el silencio y la quietud. Las miradas de todos estaban puestas en el doctor Canavaro, el jefe del equipo, quien, con voz serena pero firme, dio la orden de iniciar la operación. Acto seguido, empezaron a cercenar, al mismo tiempo, ambas cabezas. La separación terminó con una precisión inmejorable. La cabeza del cuerpo donante fue colocada en una bandeja de acero quirúrgico, mientras, la cabeza de Frank, comenzó a ser implantada en el nuevo cuerpo, iniciándose por la conexión de la espina dorsal y el resto de terminaciones nerviosas. Esta era la parte más grave de la intervención. El rostro del doctor Canavaro revelaba en toda su magnitud la tensión y los sentimientos que rodeaban esta hazaña. Si todo salía bien, pensó, miles de personas podrían tener una nueva oportunidad para seguir viviendo con dignidad, y él, reemplazaría con la gloria los insultos y burlas que había recibido de un sector de la comunidad científica desde que anunció al mundo la posibilidad de trasplantar un cuerpo. Siempre se resistió a que denominaran a su empresa médica como un trasplante de cabeza. “La cabeza no es lo que se trasplanta –insistía–; es el cuerpo. El órgano que tiene conciencia es siempre el receptor, y el órgano inconsciente siempre es el donante, pero ambos deben tener vida”. Sin embargo, esto era algo que no podían –o no querían– entender los medios (para éstos, la idea de trasplantar una cabeza vendía más que trasplantar un cuerpo) que, a la sazón, acampaban en las afueras de la clínica esperando, impacientes, la conferencia de prensa que el doctor Canavaro se había comprometido a dar.

Después de treinta y seis horas de iniciada la operación, el Dr. Canavaro y su equipo, anunciaron a los cientos de periodistas –que ojerosos esperaban su declaración– que el trasplante de cuerpo había sido un éxito desde el punto de vista quirúrgico. “El paciente estará cuatro meses en un coma inducido, luego del cual sabremos, a ciencia cierta, si también podemos hablar de un éxito en cuanto a los resultados esperados”, dijo, disculpándose por no ofrecer más declaraciones para retirarse a descansar.

Pasados los cuatro meses, Frank despertó. A su alrededor estaban el doctor Canavaro y decenas de médicos que lo observaban, con expectación. El doctor Canavaro, colocó su mano sobre el hombro de su paciente y, con palabras muy suaves y cariñosas, le preguntó cómo se sentía. Frank no respondió palabra alguna. Sus ojos se movían de un lado a otro, casi frenéticamente. De pronto, Frank comenzó a convulsionar e, inmediatamente, el doctor Canavaro ordenó que volvieran a inducirlo al coma.

Una semana después, Frank volvió a despertar. Esta vez estaban en la habitación, además del doctor Canavaro y los médicos del equipo, los familiares de Frank y, también, los padres del donante, quien era un joven de veintidós años, natural de China. Cuando el doctor Canavaro le habló, Frank, esbozó una sonrisa, pero su mirada estaba dirigida hacia los padres del donante que permanecían en un rincón de la habitación, tristes y acongojados. Y, ante la admiración de todos los allí presentes, Frank empezó a hablar en una lengua que era ininteligible para todos, menos para los padres del donante que, impulsados por una fuerza irrefrenable, se abalanzaron sobre el cuerpo de Frank para abrazarlo y cubrirlo de besos mientras reían, sollozaban y le hablaban en su idioma nativo.

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