viernes, 1 de julio de 2011

El valle de las pirámides y el mundo continuo (bitácora de viaje)

Por Freddy Ortiz Regis

Llegar hasta el Valle de las Pirámides es una experiencia nueva. El primer contacto no es extraño: una edificación de adobe pintada con colores poco agradables que no dice nada de lo que aguarda al visitante, la presencia del encargado de vender las entradas para el museo de sitio y el valle, uno que otro compartimiento en donde se exhiben las artesanías que salen de las manos de los lambayecanos de hoy, los SS.HH y el museo de sitio propiamente dicho... Sin embargo, el segundo contacto es impresionante. Surge ante la vista un hermoso, fresco y abigarrado bosque de algarrobos que los rayos del sol traspasan como saetas luminosas estrellándose en el polvo.




Pasando el bosque de algarrobos se abre el Valle de las Pirámides. Imponentes elevaciones de adobe se yerguen ante nuestros ojos haciéndonos saber, casi de inmediato y en un lenguaje que es mezcla de tiempo y memoria, que una monumental cultura de hombres, mujeres y niños existió en este espacio que la vista no logra abarcar en su plenitud.

¡Nunca había visto tantas pirámides del Perú Antiguo juntas! Caminar por las sendas que conducen a las pirámides es transitar por los caminos que conducen de la muerte a la vida. Porque para nuestros antiguos ancestros, el conjunto de las pirámides —que contiene además innumerables entierros de señores y vasallos—, no es más que el mundo mágico en donde la muerte se abre paso hacia la vida, y la vida se entremezcla con la muerte en una simbiosis fantástica de luz y sombra, de paz y miedo, de angustia y sosiego.

¡Qué terrible diferencia con nuestros cementerios de hoy donde nuestros muertos están bien muertos; depositados, abandonados en la fosa lúgubre y oscura del olvido y del silencio! En cambio, para los lambayeques, el Valle de las Pirámides, era el valle en donde los padres, los hermanos, los hijos y los amigos continuaban viviendo. Era el mundo en el cual vivían, comían, bebían y bailaban las almas de los que ya no estaban con las almas de los que aún estaban…

El Valle de las Pirámides era el valle del mundo continuo… En la cosmovisión de los lambayeques no se aceptaba la idea de perder a los nuestros. Cuando los nuestros dejaban de hablar, de caminar y de respirar, entonces el corazón se dirigía hacia el Valle de las pirámides. En este valle se hacía realidad el triunfo sobre la muerte, los universos se entremezclaban, los tiempos ya no tenían tiempos y la esperanza reinaba sempiterna.

En el Valle de las Pirámides los que se quedaban dormidos volvían a la senda de la risa, de la chicha y del amor. No había otro lugar en el mundo en donde los que se fueron podían seguir viendo salir el sol todos los días; donde podían seguir cantando y bailando a la luz de una fogata o a la luz de la luna.


En el Valle de las Pirámides todos podíamos seguir amando y guerreando permanentemente; la chicha nunca se terminaba y la carne de llama olía mejor con el humo del algarrobo, y nos hartábamos de ella en medio de las risas y las bromas de los burlones.

Cuando se sube hasta la cima de la pirámide más empinada el viento trae los cantos de las mujeres en las noches de luna llena. Y cuando la vista se desplaza por todo el valle, parece caer de nuestros párpados la tela que nos impedía ver a los lambayeques elaborando los adobes, cortando la leña, los niños jugando con los pututos, y las ollas humeantes invadiéndolo todo con el perfume de la vida.

Hay en los lambayeques una poderosa lección de esperanza: todas sus actividades estaban dominadas por el continuo del pasado y el presente. La línea recta que unía sus vidas comenzaba desde Naylamp y no terminaba nunca. Los muertos y los vivos eran una única comunidad de sueños pues todos compartían no sólo los placeres de la vida sino también los terrores de las noches sin luna, los años cuando los cielos se convertían en mares y las épocas en que el sol se acercaba tanto a la tierra que todo lo secaba y quemaba.

Los lambayeques nos enseñan que hemos sido creados para vivir y no para morir. Ellos son los pioneros del mundo continuo jamás concebido en cultura alguna. Por eso nunca pasó por su mente la idea de abandonar a los suyos porque seguían siendo los nuestros, conservando intactos sus deseos, sus esperanzas truncas y sus anhelos interminables.