jueves, 28 de marzo de 2024

Los sacrificios humanos chimú: un análisis a la luz de la religión cristiana

Por Freddy Ortiz Regis


Cuando era niño explorar en la compañía de mis amigos por la ribera del río Seco y Las Lomas de Huanchaco era una de las actividades más emocionantes de nuestra niñez. El viento no solo soplaba sobre nuestros rostros inocentes, sino que también aullaba rozando nuestros oídos, como queriendo hablarnos desde los tiempos más remotos.

Siempre nos topábamos con una que otra costilla humana a ras del arenal que empleábamos para jugar y —sobreponiéndonos a la superficialidad de nuestros juegos infantiles— nos preguntábamos qué hacían estos restos humanos a la intemperie, resecados por el sol, como abandonados en el tiempo. Uno de nuestros amigos nos dijo que eran los huesos de los que habían vivido antes del diluvio universal: “Miren las conchitas que hay en la arena —decía—; ¿acaso no es demostración de que el mar también estuvo sobre estas lomas?”. Nosotros aceptamos esta explicación y continuamos explorando con la satisfacción de partir de una hipótesis lógica.

Cuando llegaba la noche, en el silencio de mi dormitorio, el sueño apagaba mis pensamientos en torno a qué vida habrían llevado los huesos de esas personas, cómo se habrían llamado y, cómo habrían muerto. Las respuestas llegarían muchos años después, cuando nuestra infancia hacía mucho que se había ido y la vida nos encontraba sumidos en su vorágine de sobresaltos y preocupaciones.

El 24 de marzo de 2024 se proyectó —en calidad de estreno para Trujillo— el documental “Perú, sacrificios en el reino Chimú”, bajo el auspicio del Centro Cultural Cine Chimú. La producción cinematográfica, de aproximadamente 150 minutos, nos produjo un giro de la visión de la cultura Chimú de 180 grados. Digo esto porque sobre esta cultura teníamos por sentadas muchas cosas, entre ellas: i) que era una cultura nacida de la decadencia de la cultura mochica, ii) que, a diferencia de los mochicas, los chimúes, no eran tan bárbaros, en el sentido que no hacían sacrificios humanos.



Acudiendo al estreno del documental "Perú, sacrificios en el reino Chimú"
Plaza Simón Bolívar de Huanchaco.



Esperando el inicio de la función

De acuerdo con Aquise et al. (2920) la cultura Chimú surgió alrededor de los años 850 o 900 d.C., en manos del gran emperador de Tacaynamo, quien fue considerado un dirigente fundador de Chimú. Era una sociedad jerárquica y los gobernantes, llamados “Ciquic”, eran tratados como dioses y vivían en la ciudadela de Chan Chan. Entonces, desde un punto político, el reino Chimú puede ser definido como un estado aristocrático clasista que contaba, también, con una amplia burocracia de administradores.

Según Contreras y Zuluoaga (2014, p. 42) el reino Chimú fue una sociedad que destacó por la especialización de sus artesanos, quienes desarrollaron la cerámica y la textilería, pero particularmente la orfebrería, que alcanzó niveles técnicos impresionantes, sobre la base de la aleación de la plata, el oro, el cobre y el estaño.

También desarrollaron la pesca a gran escala, la que realizaron sobre unos pequeños botes hechos de la paja totora (una planta perenne de tallo grueso e impermeable que tiene la virtud de flotar por su liviandad, que crece en torno a las albuferas del litoral y que hoy se halla casi extinta) manejados con un solo remo de dos cabezas, conocidos hoy como “caballitos de totora”.

Pero, volviendo a los restos humanos que fueron la razón de muchos de los desvelos de nuestra infancia, el documental presentó una nueva imagen de la cultura Chimú; una imagen que los habitantes de este reino han guardado celosamente debajo del arenal, pues, no se ha encontrado ninguna representación en su artesanía, orfebrería y textilería, de hechos tan macabros como los hallazgos arqueológicos de hace seis años: el sacrificio masivo de niños.

Ya, desde el año 2011, los residentes locales de Huanchaquito alertaron al arqueólogo Gabriel Prieto el hallazgo de huesos humanos que se erosionaban en las dunas que rodeaban sus hogares. La participación activa de los arqueólogos, finalmente, descubrió a las víctimas de un evento desesperado, un niño (izquierda) y una cría de llama (derecha), que fueron parte de la matanza en forma de sacrificio de más de 140 niños y más de 200 llamas en la costa norte del Perú alrededor de 1450 d. C. (National Geographic, 2018).


Excavaciones en el lote costero donde el ritual tuvo lugar hace más
de 500 años. Fotografía de Gabriel Prieto. 

De acuerdo con estudios isotópicos preliminares y el análisis de la modificación del cráneo, tanto los niños como las llamas fueron traídos a la costa desde rincones remotos del imperio Chimú para ser sacrificados. Las pruebas de estos sacrificios incluyen cráneos teñidos con pigmento rojo a base de cinabrio, costillas humanas con marcas de cortes y esternones cortados por la mitad (National Geographic, 2018).


Muchos niños presentan evidencia de que sus rostros se embadurnaron
con un pigmento rojo antes de la muerte. Fotografía de Gabriel Prieto.



Las pruebas de estos sacrificios incluyen costillas humanas con marcas
de cortes y esternones cortados por la mitad. Fotografía de Gabriel Prieto.

Ante este panorama de violencia y muerte surge la interrogante: ¿Por qué hicieron esto los chimú? Una de las repuestas más convincentes, hasta el momento, tiene que ver con la aparición de un fenómeno meteorológico denominado El Niño, que es un patrón climático que calienta y enfría el océano Pacífico tropical. Durante una fase cálida de El Niño, las temperaturas de la superficie se extienden a lo largo del Ecuador, provocando lluvias torrenciales y causando estragos en las pesquerías costeras. Los investigadores sugieren que el evento de sacrificio de niños y llamas tiernas pudo haber sido un intento de apaciguar a la divinidad y mitigar los efectos de esta gran devastación meteorológica que ocurrió alrededor de 1400 a 1450 d. C. (National Geographic, 2018).


Una joven llama (izquierda) y un niño amortajado fueron enterrados
en el mismo pozo. Fotografía de Gabriel Prieto. 

Yo no sé si esta probable respuesta es satisfactoria. Como en mi niñez, esta vez no nos quedaremos satisfechos con una respuesta lógica, sino que ésta deberá estar fundamentada en posteriores y más exhaustivos estudios que vayan más allá de las disciplinas arqueológicas y comprometa la intervención de otras ciencias auxiliares de igual o mayor rigor científico. Estos posteriores estudios deberán dar respuestas a interrogantes que penetren en la cosmovisión religiosa del pueblo chimú desde un enfoque multiparadigmático, que tome en consideración la variedad de perspectivas y contextos que pudieran haber influido en la religión de esta sociedad.

El estudio de las formaciones sociales de nuestra antigüedad no debe ser un estudio por sí mismo, sino que debe tener como meta su contrastación con el desarrollo contemporáneo de nuestra sociedad. Hacerlo de otra manera no tendría ningún sentido, si no es en la prospección de su evolución hasta llegar a lo que somos como peruanos en el presente y hacia adónde nos dirigimos.

Como los chimú, nuestra sociedad también obedece a un paradigma religioso. Así, desde una perspectiva funcionalista, la religión cumple funciones sociales específicas, entre ellas, proporcionar cohesión social, control social y un significado individual a la vida. Pero, a diferencia de los chimú, que estaban constreñidos a una única visión en su esfera relacional hombre/divinidad, nuestra sociedad —amparada por el desarrollo del concepto de libertad— puede desarrollar y ejercitar innumerables visiones sobre la relación del hombre y Dios.

Sin embargo, encuentro dos notas esenciales, en el paradigma religioso, entre los chimú y nosotros: i) la primera, de carácter común: los chimú ofrendaron a su divinidad lo mejor que podrían darle: sus mejores hijos (de donde se colige que para los chimú los niños eran de una extraordinaria importancia), nosotros, ofrendamos al mismo Hijo de Dios que vino a nacer entre nosotros (Juan 1:14); ii) la segunda, de carácter diferencial: los chimú ofrendaron a sus hijos para aplacar la ira de su divinidad, nosotros, en cambio, no tuvimos que sacrificar a nuestros hijos, sino que Dios mismo entregó a su Hijo a la muerte de cruz, no para aplacar alguna ira, sino para restaurar con nosotros la relación filial que perdimos por causa de nuestra desobediencia (Juan 3:16).

 

 

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Aquise L, Cahuana C, Chanini V, Pari P, Quispe E. (2020). Fundamentos de Chimú como estado. Disponible en https://bit.ly/4ayKMtG

Contreras C. y Zuloaga M. (2014). Historia mínima del Perú. El Colegio de México.

National Geographic (2018). Descubren antiguo sacrificio masivo de niños que podría ser el más grande del mundo. Disponible en https://bit.ly/3vGCbWN

 

 

jueves, 4 de enero de 2024

La parálisis del sueño

Por Freddy Ortiz Regis 

Hoy volví a vivir la parálisis de sueño. No me aquejaba desde hace muchos años; sin embargo, nuevamente he vuelto a tener esa experiencia hasta en tres oportunidades.
Por lo general las vivencias de la parálisis del sueño están asociadas a experiencias desagradables. La primera de éstas me ocurrió hace unas dos semanas. Sentí que dos entidades muy negativas se abalanzaron sobre mí, estando en la cama: la primera de ellas no podría definirla, mas la segunda era semejante a un virus gigante, con espinas, que hincaba dolorosamente uno de mis costados. Yo gemía en mi sueño rogando que alguien me despertara. Gracias a Dios, mi sobrino, me despertó con fuertes sacudidas sobre mi hombro derecho.
La segunda ocurrió pocos días después de la primera: soñé que el mar se salía y mi hermano mayor (ya fallecido) levantaba a mi madre (también fallecida) para evitar que el mar se la llevara. Yo quería alcanzarlos, pero estaba completamente petrificado. En mi sueño, nuevamente, gemía rogando poder zafarme de esa inmovilidad, pero no podía. Gracias a Dios, nuevamente mi sobrino acudió en mi ayuda sacándome —con fuertes movimientos— de ese desesperado trance onírico.
Y la tercera ocurrió hoy en horas de la tarde, en que suelo tener —gracias a una costumbre ancestral— mi hora de la siesta. Soñé que llegaba mi sobrino y su familia a mi casa, pero era en el tiempo que sus hijos eran niños pequeños. Escuché sus risas y los movimientos típicos de un grupo humano que llega a un lugar y mueve cosas y hace mucho ruido. Sentí que el mayor de los niños —Juan Andrés— ingresó a mi habitación y dijo: “Mi tío está durmiendo” y apagó la luz. En mi sueño sentí que cerró la puerta y mi habitación quedó sumida en la más profunda oscuridad. En mi sueño sentí que me senté en la cama y no podía ver absolutamente nada porque la oscuridad reinaba de manera absoluta. Fue en ese momento en que se apoderó de mí la desesperación porque quería levantarme para prender la luz, mas no podía mover ni un solo músculo de mi cuerpo. Esta vez nadie acudió en mi ayuda para sacarme de ese trace, si no que, abruptamente, abrí los ojos y descubrí que había tenido otra parálisis del sueño: yacía en mi cama y no estaba sentado, en la casa solamente estaba yo, no era de noche y la puerta de mi cuarto estaba completamente abierta ingresando, brillantes, los rayos risueños de una tarde de verano.
Mucho se ha escrito sobre la parálisis del sueño y los estudiosos no se han puesto de acuerdo sobre su origen. Las opiniones van desde el lado extremo de la ciencia hasta el otro extremo del misticismo y lo sobrenatural. Sin embargo, es una experiencia que ha afectado a todas las personas por lo menos una vez en su vida.
Yo tengo mi teoría: la parálisis del sueño es una reacción de nuestra mente que sirve como desahogo a una situación de crisis por la que estamos atravesando. Lo irreal acude en auxilio de la realidad. La fatalidad se hace corpórea para morigerar en algo el sufrimiento cotidiano. Me levanté de la cama con nuevos bríos y me alisté para asistir al entierro del padre de un buen amigo.

viernes, 10 de noviembre de 2023

¿De la U o de Alianza? | memorias

 

Por Freddy Ortiz Regis

Cuando eres niño, elegir al equipo de tus amores es más un acto de fe o de confianza, que un uno razonado y fundamentado en la experiencia.
El reciente campeonato logrado por mi equipo —Universitario de Deportes y más conocido como la U— ha despertado los recuerdos de cómo me hice simpatizante de uno de los equipos de fútbol más grandes de mi querido Perú.
Tenía más o menos 6 años. Vivía con mi familia en Lima. Una familia corta, conformada por mis padres y mis tres hermanos varones. Sin embargo, a mi casa llegaba siempre de visita una extensa familia conformada por los hermanos de mi madre y algunos de sus sobrinos. Entre éstos, mi primo Elard.
Todos tenemos un familiar que acapara nuestros afectos no solo por su forma de ser, sino también por el grado de simpatía que surge entre esa persona y uno. En mi caso, era mi primo Elard, quien era casi contemporáneo con mi hermano mayor, Lucho.
Mi primo Elard era mi modelo de carácter: bromista elegante, matemáticamente inteligente, futbolista eximio y beatlemaniático por excelencia.
Cierta mañana, mi primo Elard y mi hermano Lucho, se enfrascaron en una ácida conversación acerca de quién era el mejor equipo del fútbol peruano: si la U o Alianza. Mi hermano Lucho (de Alianza) hablaba de Alejandro Villanueva, de “Perico León” y Víctor Zegarra; mientras que mi primo Elard (de la U), le sacaba al fresco a “Lolo” Fernández, Luis Cruzado, Alejandro Guzmán y Víctor Lobatón.
Uno poco más allá —sin dejar de prestar atención a la acalorada discusión de nuestro hermano con mi primo Elard— nos encontrábamos mi hermano Carlos (de apenas cuatro años) y yo, que a la sazón jugábamos con una pelota.
De pronto, mi hermano Lucho nos llamó con fuerte voz. Mi hermano Carlos y yo, detuvimos el juego, nos miramos sorprendidos, pero acatamos el llamado de mi hermano.
Cuando llegamos hasta ellos, mi hermano Lucho preguntó:
— ¿Y ustedes de qué equipo son? ¿De la U o de Alianza?
Mi hermano Carlos y yo nos quedamos en silencio por unos segundos tratando de identificar —de acuerdo a la discusión que habíamos escuchado un poco furtivamente— de qué equipo eran hinchas mi hermano y mi primo.
Mi hermano Carlos fue el primero en responder:
— ¡Yo, de Alianza! —exclamó con el rostro iluminado por su alegría infantil, al tiempo que recibía un fuerte abrazo de mi hermano Lucho.
La respuesta de mi hermano Carlos ensombreció el rostro de mi primo Elard. Se hizo un profundo silencio mientras las miradas de los tres se posaron pesadamente sobre mí.
Mi hermano Lucho, no dispuesto a seguir dilatando mi respuesta, volvió a preguntar:
— ¿Y tú?
Me encontraba en una encrucijada. A mi corta edad, mi alma ya tenía una instintiva idea de la lealtad, y ésta me condicionaba a tener que resolver entre mi hermano y mi primo.
Sin embargo, al cruzar mi mirada con la de mi primo Elard, el dilema quedó resuelto:
— ¡Yo, de la U! —respondí, al tiempo que mi primo me tomó de un brazo y me llevó hacia sí.
No me atreví a mirar a los ojos de mi hermano Lucho; pero ese día aprendí una lección: que el amor está por encima de cualquier sentimiento o valor, incluso de la lealtad.
De ahí en adelante la historia no ha sido diferente. La rivalidad futbolera se transmitió a las nuevas generaciones y —salvo algunas excepciones— la mayor parte de mi familia divide sus afectos entre los dos grandes: la U y Alianza.
Mi querido hermano Lucho ya descansa en el Señor; y mi amado primo Elard todavía nos ilumina con su carisma, inteligencia y pasión por la U.

domingo, 26 de marzo de 2023

El ajedrez y yo | memorias

Por Freddy Ortiz Regis




Desde el 6 de marzo tengo a mi cargo el taller de ajedrez de la I.E.P. “Nuevo Mundo”. ¿Cómo llegué hasta aquí? Comparto una breve remembranza que resume mi relación con este juego a lo largo de mi vida.

Cuando tenía más o menos doce años veía cómo mi primo Aleksis W. Regis practicaba este juego con sus amigos. Yo, los observaba y me preguntaba cómo se jugaría eso que parecía un tanto complejo y snob.

Secretamente, me compré un tablero de ajedrez y solo esperaba el momento en que mi primo me enseñara a jugarlo. El día llegó cuando mi mamá lo invitó a tomar lunch en nuestra casa. Antes de que mi madre pusiera la mesa, yo saqué mi tablero y le pedí a mi primo que me enseñara a jugarlo.

Mi primo era un niño muy vivaz, inteligente y locuaz. Sus enormes ojos se abrieron sorprendidos cuando le pedí que hiciera de maestro conmigo, pues, yo era apenas unos cuantos años mayor que él. Rápidamente aprendí la forma cómo se deberían ordenar las dieciséis piezas y el movimiento en el tablero de cada una de ellas. Las dos primeras partidas me las ganó él, pero la tercera y todas las que siguieron en el poco tiempo que duró el verano, las gané yo.

Cuando mi primo se fue de Huanchaco a Trujillo debido a que la temporada estival había terminado, mis hermanos fueron mis nuevos contrincantes. De ellos, mi hermano Raúl, el menor de los cuatro, fue el más aplicado y el que nos sacó grande ventaja.

Mi hermano Carlos Elías Ortiz Regis y yo dejamos el ajedrez en un segundo plano; pero Raúl OrReg, no. Él se dedicó con mayor ahínco y hasta se compraba revistas para estudiar las mejores jugadas y tácticas de juego.

Cuando crecimos y llegamos al colegio San Juan experimentamos un resurgir de nuestro interés por el ajedrez. En esa época —en plena guerra fría— las superpotencias tenían a sus adalides en el deporte-ciencia. Por Estados Unidos jugaba Bobby Fisher y por la Unión Soviética jugaba Boris Spasski. Los encuentros entre estos dos genios del ajedrez ocupaban los titulares de los principales diarios de nuestro país y del mundo, así que jugar ajedrez se convirtió a una práctica que involucraba no solo a la política sino también a miles de personas comunes y corrientes, en todo el mundo, que vieron en él una oportunidad para desarrollar liderazgo, ingenio e inteligencia. Sobre todo, esta última. Así que muy pronto comenzaron los torneos de ajedrez en nuestra ciudad y también en los centros de estudios.

Mi hermano Raúl, el más avanzado en este deporte, tenía un amigo del colegio que también se había convertido en un ferviente cultor del ajedrez. Su nombre es Mario Cuba Herrera y fue así como se integró a nuestras vidas por la práctica de este deporte.

Un día decidimos que debíamos también hacer un torneo de ajedrez. Mi hermano Raúl convocó a Mario; mi hermano Carlos a dos amigos que no recuerdo sus nombres, y yo, a Julio Osmer Puycan. Los encuentros los programamos para ser jugados durante cuatro domingos en nuestra casa del centro de Trujillo. Mi mamá los recibía con algunos refrescos y confites y nosotros nos entregábamos en cuerpo y alma a luchar, cada uno, por alcanzar un triunfo que nos acercara a la meta máxima: el campeonato.

Sin embargo, este fue un torneo que no llegó a tener un campeón. Lo que estaba en juego era muy delicado: nuestros egos. Había en esa época —como ya lo mencioné anteriormente— la equivocada idea de que el mejor jugador de ajedrez era el más inteligente, así que quedar último o a media tabla en este campeonato era algo que nosotros (los menos diestros en el juego) no estábamos dispuestos a conceder a Mario y a Raúl. Así que, uno a uno, los menos favorecidos nos fuimos retirando, cada quien con su propia excusa, hasta que el torneo pasó al olvido.

Después de este incómodo desenlace concluí que el ajedrez no era para mí. Después de terminar la secundaria, mi vocación por la literatura y la filosofía me llevaron a estudiar becado en una universidad de Moscú. Sin embargo, qué lejos estaba en la realidad de haberme librado del ajedrez: ¡simplemente había llegado a la capital mundial del ajedrez!

En la universidad los torneos de ajedrez eran parte de la tradición académica. La universidad se preparaba todos los años para exponer a sus mejores jugadores en los torneos locales y nacionales que se disputaban con ardor y pasión. Entre los estudiantes extranjeros había un peruano que descollaba con su propio brillo y estilo. Se llamaba Manolo y parte de la historia de este compatriota con el ajedrez, la universidad, su biografía y su amistad conmigo están reseñadas en mis memorias a la que se puede acceder en el siguiente enlace: (http://fredoreg.blogspot.com/search?q=manolo)

Al retornar al Perú mi afán por trabajar y hacer realidad el sueño de mis padres de que sea profesional hicieron que nuevamente me alejara del ajedrez; y no ha sido sino hasta hace muy poco que mis excompañeros del Colegio San Juan me incluyeron en el equipo de ajedrez de la promoción “Luis de la Puente Uceda” en donde vengo representándola desde hace algunos años conjuntamente con mi amigo Carlos Ivan Quiñe Castro.

Finalmente, responderé a la pregunta con la que inicié estas memorias: ¿Cómo es que tengo a mi cargo el taller de ajedrez de la I.E.P. “Nuevo Mundo"? Lo resumiré muy brevemente: su promotor, mi sobrino José Sevilla, me llamó hace tres semanas para preguntarme si conozco a un profesor de ajedrez. Inmediatamente pensé en Mario, pues la vida lo llevó a profundizar en la práctica de este deporte y ahora es un reconocido maestro en diferentes instituciones educativas de mi ciudad. Así que, ni corto ni perezoso, le di su número telefónico a mi sobrino quien lo llamó en el acto.

Minutos después me vuelve a llamar mi sobrino para decirme que mi amigo Mario ya tiene copados todos los horarios y que lamenta no poder trabajar en su institución educativa.

Ante estas circunstancias le dije a mi sobrino que yo sabía jugar ajedrez. Me propuso hacerme cargo del taller extracurricular de ajedrez en su institución, a lo que yo acepté porque no me ocupa mucho tiempo y me permite atender a mis actividades en el campo jurídico.

Y esta es la historia de mi relación con el ajedrez y mi persona. Dios me ha dado la oportunidad de utilizar este instrumento para sembrar en los corazones de los niños, en esa maravillosa edad en que los seres humanos nos encontramos en nuestro estado más puro, los principios de la disciplina, el orden y la trascendencia por medio de metas orientadas a la paz, la reflexión y el amor.

Soy consciente de que no soy un eximio cultor de este deporte, pero me anima la perspectiva de sembrar la semilla en terrenos fértiles. Otros seguirán la tarea perfeccionando a los que realmente encuentren en el ajedrez su vocación y estilo de vida.

El ajedrez no se da por vencido conmigo y ahora me da esta oportunidad de mejorar en el contexto del pensamiento de Richard Feynman: “Si quieres dominar algo, enséñalo. Cuanto más enseñas, mejor aprendes. La enseñanza es una herramienta poderosa para el aprendizaje”.









lunes, 15 de agosto de 2022

Alemania - Parte IV (memorias)

Por Freddy Ortiz Regis 

Floración de los cerezos en Bonn

El Poncho (continuación)

 

Julio era un buen cocinero. El almuerzo consistió en un pollo al horno con cebollas, tomates y champiñones. El sabor era exquisito. El jugo de los tomates se había mezclado con los efluvios de las cebollas y los hongos ofreciendo un aroma y un gusto que nunca había sentido en mi vida. Pero había algo más que le daba a la acidez de los tomates un ligero efecto dulzón. Le pregunté a Julio qué era y me respondió:

 

— ¡Vino blanco!

 

Don Jorge estaba especialmente feliz y entusiasmado, y a Julio le brillaban los ojos por el efecto de mis alabanzas a su exquisito potaje.

 

Mientras saboreábamos ese rico pollo con champiñones, don Jorge aprovechó para ponerme al corriente de un plan que había añorado secretamente y que, por fin, parecía que se podría hacer realidad.

 

— Como te adelanté, Freddy, la presencia de los chilenos en el restaurante es para mí ya insostenible. Ellos prácticamente se han apoderado de El Poncho y esto me está costando la pérdida de clientes y de ingresos. ¡Fíjate que hasta la cocinera es chilena!

 

Yo me sorprendí por esta confesión de don Jorge.

 

—¿Que la cocinera es chilena? —le pregunté.


Julio sonrió al tiempo que seguía degustando su exquisito potaje.

 

—¿O sea que ella prepara platos chilenos en este restaurante? —pregunté inquieto.

 

Don Jorge sonrió y me respondió:

 

— No, ella ha aprendido a cocinar los platos peruanos más conocidos…

 

Se hizo un silencio y volví a preguntar:

 

— ¿Como cuáles?

 

— Papa a la huancaína, lomo saltado, pato a la chiclayana, pescado a la chorrillana y otros —me respondió don Jorge, manifestando en su rostro la sombra de una antigua resignación.

 

Me pareció increíble que una chilena fuera la cocinera de un restaurante peruano. Y mirando a Julio, cuyos ojos no dejaban de moverse de un lado a otro, como dos huevos friéndose en una escurridiza sartén, le pregunté:

 

—¿Y por qué tú no cocinas esos platos?

 

Julio no se esperaba esta pregunta y, mirando a don Jorge, me respondió:

 

—Porque no me salen bien. La verdad es que lo mío es la cocina internacional.

 

Se hizo nuevamente el silencio entre los tres, que fue roto por don Jorge quien, dirigiéndose hacia mí, me preguntó:

 

— ¿Y tú, sabes cocinar?

 

La pregunta me hizo retroceder, con esa velocidad superior a la de la luz, a los recuerdos de mi madre en la cocina de la casa. Ella sí que era una buena cocinera. No solo a la familia sino a todos cuantos la conocían les faltaban adjetivos para calificar su exquisita sazón. Para ella no había plato imposible de preparar: desde la compleja e interminable lista de platos de nuestra cocina nacional hasta la comida china; ésta última, aunque no igualaba a la original que se expendía en los restaurantes chinos llamados “chifas”, tenía un encanto propio que ella había logrado imponer gracias a la fusión de sus propios ingredientes y estilos.

 

Chifa peruano, fusión de la cocina china y peruana


Mi corazón sintió esa contracción peculiar cuando los recuerdos se convierten en nostalgia y —estando a miles de kilómetros de distancia de mi hogar— no pude evitar el humedecimiento de mis ojos.

 

Don Jorge y Julio advirtieron mi estado de ánimo y antes de que me dijeran nada, respondí:

 

— Mi madre es una excelente cocinera, y quien ha sido criado en la buena sazón, tiene todas las condiciones para saber cocinar.

 

El rostro de don Jorge se iluminó, y sin esperar más, me dijo:

 

—¡Bien, Freddy! Yo quiero que seas el reemplazo de la chilena. Lo vamos a hacer con mucha cautela. Mientras tanto, mira, observa y toma nota de cómo cocina.

 

La propuesta de don Jorge me hizo sentir, en ese momento, plenamente aceptado por ellos. Los ojos de Julio despedían una luz brillante que parecía iluminar la lobreguez de El Poncho, y sin poder resistirse, añadió a la propuesta de don Jorge:

 

—¡Y yo también te voy a enseñar los platos que preparo!

 

Yo, esbozando una sonrisa agradecida, le respondí:

 

—Con que me enseñes a preparar este pollo con champiñones me doy por satisfecho.

 

Todos sonreímos y en esa sonrisa se envolvía un pacto de amigos y de compatriotas.

 

El Poncho funcionaba de lunes a sábado desde las seis de la tarde hasta las doce de la noche, así que el tiempo que faltaba para abrir era ya poco.

 

Con la ayuda de Julio terminamos de limpiar el área de las mesas y luego seguimos con los servicios higiénicos, el bar y, finalmente, la cocina.

 

Mientras nosotros hacíamos las labores de preparación del restaurante para la apertura de ese día, don Jorge me iba poniendo al corriente de otras cosas más que según él debía saber sobre la vida en El Poncho.

 

Entre ellas me contó que el restaurante contaba con el apoyo de algunos amigos que no eran peruanos, pero que se identificaban no solo con nuestras comidas sino también con nuestra cultura. Me habló de cuatro jóvenes alemanes que se habían hecho “fans” de El Poncho, a tal punto que se turnaban entre ellos para brindar sus servicios en el restaurante por una simbólica propina. Tres de ellos eran mujeres y uno varón: Aída, Martha, Frida y Hans. Aída y Hans apoyaban como mozos, y Martha y Frida, apoyaban en la barra.

 

Sentí curiosidad por la cocinera chilena, y don Jorge me dijo que ella era una mujer de unos cuarenta años, casada con un chileno de casi su misma edad, que encontraron asilo político en Alemania juntamente con su menor hija de apenas cinco años. Su nombre era Irene y su esposo se llamaba Silvio.

 

No habíamos terminado de hablar sobre ella cuando sonó el timbre del restaurante. Julio abrió la puerta e ingresó una mujer de unos cuarenta años, blanca, pelo negro, de rasgos faciales indoamericanos, de contextura regordeta, de baja estatura y algo sobremaquillada. Lo primero que hizo fue clavarme una mirada inquisidora. Era una mirada fuerte y penetrante. Se paró frente a mí y, antes de que ella abriera la boca, don Jorge se le adelantó diciéndole:

 

—Irene, te presento a Freddy. Él es un peruano que ha venido de Rusia y va a estar un tiempo con nosotros.

 

—Al escuchar las palabras de don Jorge, la mujer transformó la dureza de su mirada por una más suave y amigable. Seguramente pensó que el hecho de venir de Rusia me colocaba en el bando de los que simpatizan con la izquierda y las ideas marxistas.

 

Yo le extendí la mano la que apretó con firmeza.

 

Hecha la presentación se dirigió a la cocina para ultimar los detalles relativos a la apertura de la atención a los comensales.

 

Cuando apenas faltaban unos pocos minutos para la apertura del restaurante, llegaron Aída, Martha y Hans. Aída y Hans —los mozos— llegaron juntos, y Martha, que apoyaba en la barra, con unos breves minutos de diferencia.

 

Don Jorge me presentó a los tres informándoles que desde ahora iba a apoyar como ayudante de cocina. Los tres me miraban sorprendidos y me sonreían con esa sonrisa que revela la emoción de encontrarse con algo nuevo en la rutina de la vida.

 

Hechas las presentaciones cada uno tomó su lugar en el restaurante, y yo pasé a la cocina para apoyar en las labores de esa área. Irene llevaba puesto un gran mandil que cubría casi toda la parte anterior de su cuerpo regordete y Julio, de quien se había apoderado una especial ansiedad, disponía las cosas de modo que cuando llegasen los pedidos todo esté a su alcance.

 

Mientras Julio me daba un sinfín de indicaciones, Irene me miraba de reojo, esperando el momento de dirigirse a mí. Al final, mientras preparaba un aderezo que olía exquisitamente bien, Irene me lanzó la primera de sus preguntas:

 

— Así que vienes de Rusia… ¿Y qué te trae por aquí? —me dijo con un tono de voz amigable y, yo diría, hasta casi familiar.

 

La pregunta de Irene y el modo en que la planteó me trajo los recuerdos de otro chileno que conocí en Moscú, en el campus de la ciudad universitaria. Este joven, de unos veinticinco años aproximadamente, también había obtenido el asilo y era estudiante de la facultad de economía. Por una temporada compartió conmigo la habitación y, desde el primer día en que nos conocimos, su trato hacia mi persona se caracterizó por ser paternalista y hasta asfixiantemente amable. Se preocupaba por cada detalle de mi vida, qué había hecho durante el día, qué pensaba sobre esto o el otro, qué me había parecido la comida en el comedor, cómo había sido mi vida en el Perú y un largo etcétera de inquisiciones que a mí me incomodaban no por su contenido sino por su afectación: siempre he percibido en los chilenos —desde su histórica victoria en la guerra de 1879— un aire de superioridad hacia nosotros, los peruanos, que pretenden disfrazarlo de conmiseración y adulación.

 

Así que, ante la pregunta de Irene, solo pude responder:

 

—Solo estoy de paso, de retorno a mi país.

 

La conversación no pudo continuar porque pronto comenzaron a llegar los primeros pedidos.

 

Hans entraba y salía de la cocina con la orden, la leía en su español casi balbuceante, se reía, y luego retornaba al área de las mesas. Este Hans era un tipo bastante bonachón. De contextura regordeta y cabello castaño tenía una breve barba casi pelirroja que le rodeaba la mandíbula. Detrás de unas gafas de grueso calibre se advertía, furtivos, unos ojillos azules que escondían una mirada mezcla de picardía y sensualidad.

 

Lo primero que me dijo Hans, en una de sus entradas y salidas a la cocina fue:

 

—¿Tú sabes la diferencia entre una bicicleta y una mujer?

 

Yo sonreí y, sin pensarlo más tiempo, le respondí:

 

—Mmmmm…. ¡No!

 

—Entonces, ¡quédate con la bicicleta! —me dijo sin dejar de reír con esa risa nerviosa que le conocería hasta el último día en que permanecí en Bonn.

 

Y volvió a desaparecer de la cocina. Irene y Julio no tuvieron ninguna reacción ante la broma de Hans, por lo que deduje que no era la primera vez que la hacía. Era la forma que Hans tenía para entrar en confianza con alguien que no conocía aún.

 

El restaurante estaba casi por la mitad de su capacidad con comensales alemanes que disfrutaban tanto de los potajes que Irene y Julio preparaban con esmero como de la música andina que salía de un equipo de sonido ubicado en la parte superior de la barra. El ambiente no podía ser más agradable. En la barra, Martha, atendía los pedidos de bebidas al tiempo que se balanceaba al ritmo de la música. Don Jorge me había pedido que saliera brevemente al área de las mesas y que me sentara en una mesa dispuesta solo para el personal al lado de la entrada a la cocina. Desde ahí veía a Martha.

 

Martha, se dio cuenta de que no dejaba de mirarla y dibujando una hermosa sonrisa me dijo desde donde estaba:

 

—¿Do you like to drink something?

 

Martha no hablaba el español; con los comensales y con el personal del restaurante se comunicaba exclusivamente en alemán. De un porte promedio al de las mujeres alemanas, Martha era una chica alta comparada conmigo. Sus anchas caderas guardaban una perfecta proporción con la esbeltez de su cuerpo. Coronaba su figura un hermoso rostro redondo y juvenil, de un color que parecía provenir de una playa del Caribe, al tiempo que sus ojos azules semejaban trocitos de un cielo despejado y brillante. Su cabellera, corta y castaña, parecía la melena de un león sacudida por el viento.

 

—Yes, I do —le respondí a Martha, devolviéndole la sonrisa.

 

—¿Do you like Coke or a bier? —me preguntó, mientras sus ojos azules me ponían nervioso.

 

—Coke —le respondí.

 

Me dirigí hasta la barra y recogí la bebida recibiendo, de yapa, una nueva y fresca sonrisa.

 

Mientras retornaba a mi mesa, vi que Aída se acercó a la barra en donde atenía Martha y, en alemán, dialogaban sin dejar de sonreír.

 

Aída la joven que —juntamente con Hans— atendía a las mesas era de una belleza peculiar. Quien la viera por primera vez no la imaginaba alemana. Era de tez pálida con hermosos pronunciamientos rosados en los pómulos, como el de las mujeres andinas de mi país cuando bajan a la costa; su cabello lacio y largo hasta la mitad de su espalda era castaño oscuro, y sus ojos, pardos y rasgados como los de una japonesa adolescente, irradiaban una mirada vivaz e inocente.  Aída era realmente la más bonita que había esa noche en el restaurante. Por un momento pensé que estaría a mi alcance, pero más tarde tuve que renunciar a esa peregrina idea.

 

Era como las diez de la noche y la ensoñación que me provocaba observar a Martha y Aída concentradas en sus labores se vio interrumpida por la entrada de un tropel de latinos con guitarras al restaurante: eran los chilenos de los que ya me había hablado don Jorge. Se instalaron rápidamente en las mesas que aún estaban vacías y comenzaron a tocar la guitarra mientras cantaban a todo pulmón.

 

El rostro de Martha se ensombreció y, poco a poco, los comensales alemanes que disfrutaban de la comida y del ambiente de El Poncho comenzaron a retirarse. Uno de ellos ingresó raudamente a la cocina saludando, de pasada, a don Jorge: era el esposo de Irene que entró y la saludó con un beso en la mejilla.

 

De un momento a otro, el restaurante peruano El Poncho se convirtió en un antro de cánticos, peroratas y vivas de un grupo de chilenos que no encontraron mejor ambiente que el local de don Jorge para confraternizar, chismosear y pasar la soledad de sus noches de asilo.

 

El rostro de don Jorge era una mezcla de desazón y cortesía diplomática pues los chilenos —inconscientes del daño económico que le producían— lo invitaban a sus mesas para brindar y festejar nadie sabe qué victorias o privilegios. Digo esto último porque sus compatriotas que habían recibido el asilo en la otra Alemania (en la RDA o Alemania Socialista) no la pasaban tan bien como ellos. Allá, los chilenos que huían del régimen de Pinochet, tenían que trabajar (incluso por debajo de sus calificaciones), y cuando solicitaban permiso para visitar Alemania Occidental muchas veces éste les era denegado.

 

Video ilustrativo de las dos Alemanias

 

Los jóvenes alemanes que apoyaban a don Jorge se retiraban, como era su costumbre, a las 11 de la noche; y desde ese momento, don Jorge, Julio y yo apoyábamos en la barra porque lo único que los chilenos consumían era cerveza. A partir de la medianoche comenzaba la puja para invitarlos a salir porque el restaurante tenía que cerrar y el personal ir a descansar.

 

Y así transcurrió la vida en El Poncho por unos cuantos meses más hasta que algo cambió: don Jorge tomó el coraje para despedir a Irene y yo ocupé su lugar en la cocina criolla.

 

Sin embargo, esta decisión de don Jorge no fue fácil. Irene y su esposo ya la veían venir y trataron —con todos los esfuerzos posibles— por evitarla intentando atraerme hacia su grupo. Lisonjas, regalos y hasta cenas en su casa no fueron suficientes para que yo me inclinara a traicionar a quien me extendió la mano y su amistad en el momento en que más solo me sentía en el extranjero: don Jorge.

 

El retiro de Irene de El Poncho afectó gravemente a la comunidad de chilenos en Bonn, que habían hecho del restaurante peruano su lugar de franquichuelas y consuelos e, Irene y su esposo, fueron los primeros en azuzar las rivalidades entre peruanos y chilenos que se enfocaron en desprestigiar al restaurante entre la comunidad de latinos y españoles residentes en la capital de Alemania Federal. Los embates fueron fuertes, pero pronto ellos encontraron otro local en donde continuar todo lo que habían hecho en El Poncho desde que lograron el asilo en Bonn.

 

Así fue cómo —por mi llegada al El Poncho y a las destrezas que poco a poco fui ganando en la preparación de la comida peruana— don Jorge pudo desembarazarse de un problema que le había hecho sufrir por varios años. Ahora —según sus palabras— se “iniciaba una nueva era en la historia de El Poncho en la ciudad de Bonn”.

 

De ahí en adelante, don Jorge comenzó a confiar plenamente en mí. Le había dado muestras de lealtad y probidad. Mandó hacer un duplicado de la llave de la puerta del restaurante que me entregó para que pudiera ingresar al local sin tener que pedir permiso a Julio o a él. La retirada de “la chilenada”, como don Jorge la denominaba, no sólo había sido un acontecimiento que iluminó y mejoró las relaciones entre don Jorge, Julio y yo, sino que también influenció grandemente en el estado de ánimo de los jóvenes alemanes que apoyaban desinteresadamente a El Poncho. Hans se volvió más locuaz y llegaba a visitarnos incluso en horas fuera de la atención en el restaurante, aunque sus chistes alemanes habían empeorado más y más. Las chicas —Martha y Aída— también sintieron el bálsamo de bienestar y seguridad que significó la retirada de los chilenos. Martha invitó a varios de sus amigos de la universidad a conocer El Poncho, y Aída, por fin, aceptó —con la desazón y la desilusión que ello representó para mí— el amor de Julio. Hasta la esposa de don Jorge —doña Emma— que nunca fue a El Poncho (al menos durante el tiempo que ya llevaba laborando allí) se animó a visitarnos trayéndonos —cuando su humor lo permitía— deliciosos pastelillos que compraba en el trayecto de su casa al restaurante.

 

La deliciosa pastelería alemana


Y como si todo este panorama de esperanza y armonía no fuera suficiente, don Jorge se ofreció a apoyarme para que estudiara el alemán y para que consiguiera una habitación en la cual pudiera vivir de manera independiente.

 

Fue así cómo, Bonn, me confirmaba ese sentimiento inicial de optimismo y esperanza que con Juan sentimos al pisar por primera vez su suelo aquella hermosa tarde estival. Los trámites de don Jorge para matricularme en un instituto de enseñanza del alemán para extranjeros fueron tan rápidos que, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba yo sentando en un aula de clases compartiendo con otros jóvenes extranjeros el aprendizaje del idioma de Goethe.

 

Y aunque el idioma alemán no me era extraño, pues lo había estudiado durante los cinco años de la enseñanza media en mi país, ahora su reestudio tenía para mí un nuevo significado: ya no lo hacía como una imposición que nace del estudio de una materia obligada, sino que representaba para mí la esperanza de comenzar una nueva vida en este país tan adelantado y desafiante.

 

Dos semanas después de haber iniciado mis clases de alemán en el Institut für Deutschunterricht für Ausländer, don Jorge cumplió su segundo ofrecimiento: que pudiera tener mi propia habitación en la ciudad de Bonn. Gracias a su gestión con una pareja de esposos alemanes que vivían en el barrio de Godesberg-Nord, pude instalarme en una de las habitaciones de una casa diseñada para estudiantes tanto alemanes como extranjeros. La noche anterior a mi mudanza (dos pequeñas maletas y una mochila) los propietarios nos invitaron a don Jorge y a mí a una cena: querían conocer a quien habría de ocupar una de sus habitaciones de arrendamiento.

 

Barrio de Godesberg


Esa noche se apoderó de mí una especial aprehensión. Era la primera vez que compartiría en el hogar de una familia alemana. Los prejuicios hacia los alemanes —que creía superados por mi experiencia en Berlín— afloraron. No era fácil desprenderse de toda una vida de influencias provenientes de la cultura y la historia interpretada por los vencedores. Sin embargo, fue una grata noche en la compañía de estos dos ancianos alemanes que no solo nos prodigaron con una deliciosa cena, sino que también se mostraron muy amigables con don Jorge y con mi persona. Don Jorge les hizo el pago de la primera renta (que obviamente después me la descontó de mi salario), y el anciano alemán (cuyo nombre he olvidado) le entregó dos llaves: la de la puerta principal de la casa y la de mi habitación. Mi corazón palpitaba a mil y toda esta escena me parecía algo surreal.

 

Al día siguiente, Julio y don Jorge me acompañaron a instalarme en mi nueva casa. La habitación alfombrada —de unos nueve metros cuadrados aproximadamente— estaba en el segundo piso de una casa de cuatro pisos. En cada piso había cuatro habitaciones que compartían un baño y una cocina con todos sus implementos. Las primeras noches dormía en el suelo y usaba mi mochila como almohada, pero, poco a poco, fui adquiriendo algunos enseres que le dieron contenido y forma a mi nuevo hogar en la hermosa y elegante ciudad capital de la Alemania de esa época.

 

Fue así como el horizonte en suelo alemán se abría luminoso. Aunque a veces me asaltaba la depresión por la ausencia de mis padres y de mis hermanos, por la distancia de mi terruño y por los amigos que dejé tanto en la Unión Soviética como en el Perú, lo cierto es que también me sentía consolado por los nuevos amigos que había encontrado en Bonn y, sobre todo, por la íntima ilusión de alcanzar lo que no había podido concretar en la URSS: lograr un posicionamiento que hiciera que mis padres, familiares y amigos se sintieran orgullosos de mí.

 

(continuará…)